Llegó el verano. Ese momento mágico que todos en Europa esperamos como recompensa: las vacaciones, las escapadas a la playa, las tardes eternas en terrazas, los días que no terminan nunca. Una época que parece pensada para desconectar, para vivir más despacio, para saborear el tiempo. Pero, para cualquier padre mortal, ese “verano soñado” tiene otra cara: son casi 90 días con los niños en casa. Noventa días donde las frases “¿y hoy qué hacemos?”, “me aburro” y “tengo hambre” se convierten en los títulos de las canciones del verano, que se escuchan una y otra vez.
Este año tomamos una decisión difícil pero necesaria: mandamos a nuestra hija mayor a un campamento. Se fue dos semanas fuera de casa. Puede parecer algo trivial, incluso normal, para muchas familias. Pero para nosotros fue todo un salto. Tiene 9 años, aún la vemos pequeña, y hasta ahora había dormido fuera de casa apenas un par de veces. Así que el solo hecho de preparar su mochila fue un ejercicio de ansiedad y nostalgia. Pensamos en todo lo que podía pasar: ¿Y si no se adapta? ¿Y si no hace amigos? ¿Y si se siente mal? ¿Y si nos necesita y no estamos allí? ¿Estará bien cuidada?
Pero claro… también sabíamos que es una niña inteligente, sensible, capaz, autónoma. Sabíamos que podía hacerlo. Que tenía todo lo necesario para pasarlo bien. Pero saberlo no te quita ese hueco en el estómago, ese vértigo que te entra al dejar ir a quien más amas sin poder supervisar cada paso, sin poder estar ahí para arreglar lo que haga falta.
Y entonces, en medio de ese mar de dudas, nos llega un vídeo del campamento: nuestra hija, sonriente, recibiendo un premio por ser una de las mejores campistas. ¿El motivo? Su actitud, su disposición, su sonrisa constante, sus ganas de ayudar.
Ahí se me removió todo. Sentí orgullo, claro. Pero también vergüenza de mis propios miedos. Porque me di cuenta de que estaba bien. No solo bien: estaba feliz. Estaba brillando. Y que todas esas precauciones nuestras, todo ese instinto de protección, era más ruido interno que necesidad real. Que muchas veces los padres no sabemos soltar, y en ese afán de cuidar, asfixiamos. Que nos cuesta confiar incluso cuando sabemos que sí pueden. Y que somos nosotros los que a veces necesitamos crecer.
Y entonces, como pasa tantas veces en la vida, este momento me hizo pensar en otra parte de mí: el emprendedor.
Porque si hay algo que me ha costado aceptar en mi camino profesional es delegar. Soltar. Confiar. Me cuesta dejar que otros hagan el trabajo, no porque no quiera, sino porque una voz interna me dice que si no lo hago yo, no saldrá igual. Porque creo que nadie va a cuidarlo con el mismo detalle, la misma entrega, la misma obsesión. Porque tengo la falsa idea de que para que algo salga bien, tengo que estar encima de todo, revisar todo, decidir todo.
Eso, igual que con mi hija, termina generando más carga, más cansancio, más frustración. Porque el peso de no soltar —ni como padre ni como emprendedor— es invisible, pero muy real. Es una tensión constante entre el deseo de que todo funcione y el miedo de que, si tú no estás encima, algo se va a romper. Es ese impulso silencioso de revisar lo que ya está hecho, de rehacer lo que otro hizo “por si acaso”, de pensar que nadie va a cuidar las cosas como tú lo harías.
Y eso se vuelve agotador.
No solo porque terminas haciendo más trabajo del necesario, sino porque acabas llevando una mochila emocional cargada de ansiedad, control, desconfianza. Crees que estás protegiendo algo pero en realidad estás saboteando el crecimiento de los demás y el tuyo propio.
Y ese ciclo es tramposo. Porque mientras más haces, más crees que debes seguir haciendo. Mientras más supervisas, más te convence esa voz interna de que nadie puede hacerlo sin ti. Terminas atrapado en una rueda donde tú mismo eres el cuello de botella. El que lo quiere todo perfecto, pero al final no deja espacio para que los otros crezcan, prueben, se equivoquen, aprendan y vuelen.
Hasta que un día ocurre algo. Algo que te sacude. Que te rompe ese relato mental.
Un vídeo. Una escena sencilla. Una niña que se alejó de casa por primera vez, y que lejos de necesitarte para todo, brilla. Una niña que gana un premio por ser buena compañera, por su sonrisa constante, por su actitud. Y tú, que llevabas dos semanas dándole vueltas a si la estaría pasando mal, si se sentiría sola, si estaría comiendo bien, duermes mejor esa noche. Porque te das cuenta de que ella no solo está bien: está creciendo. Y sin ti.
Y entonces esa imagen conecta con esa otra parte de ti, con ese otro lugar donde también te cuesta soltar: el trabajo.
Porque un día, sin previo aviso, ese trabajador que comenzó contigo lleno de dudas, con ganas de aprender y buscando tu validación, consigue algo grande. Cierra un cliente importante, negocia un mejor precio con un proveedor, resuelve un problema complejo… y lo hace solo. No porque tú se lo indicaras. No porque tú lo supervisaras. Lo hizo porque puede. Porque sabe. Porque confía en sí mismo, y porque los demás confían en él. Porque ha crecido. Porque es una persona capaz, comprometida, y respetada. Entonces en ese momento, te das cuenta de que no necesitaba tu permiso para brillar, igual que tu hija. Solo necesitaba que le dejaras espacio.
Y ahí, entre la emoción y el orgullo, te cae encima una verdad incómoda: no hacía falta estar encima todo el tiempo. Esa persona estaba lista. Lo que no estabas era tú.
Porque el verdadero problema no es que los demás no estén preparados. El verdadero problema muchas veces somos nosotros: nuestra dificultad para soltar, para confiar, para hacer espacio. Porque soltar significa renunciar al control. Y eso, para alguien que se ha acostumbrado a tenerlo todo bajo su supervisión, da miedo.
Pero también significa otra cosa: confiar. Confiar en que lo sembrado florece aunque no estés mirando cada segundo. Confiar en que las personas, cuando se sienten acompañadas en vez de vigiladas, dan lo mejor de sí. Confiar en que liderar no es hacer por el otro, sino darle las herramientas, el espacio y el aliento para que lo haga él.
Confiar, en el fondo, es un acto de fe. Fe en los demás, pero también fe en lo que tú has construido. Fe en que si te has tomado el trabajo de formar, de enseñar, de acompañar, entonces ese trabajo dará frutos. Tal vez no hoy, tal vez no de la forma exacta que imaginaste, pero dará frutos. Y dejas de ser el que sostiene todo con las manos, para convertirte en el que sostiene desde la confianza.
Ese día, te das cuenta de algo aún más grande: soltar no es rendirse, es dar un paso al lado con conciencia. Es entender que hay momentos en los que lo mejor que puedes hacer es no intervenir. Es respetar los procesos del otro, sus ritmos, sus decisiones. Es tener la humildad de aceptar que no todo tiene que pasar por ti, que no todo debe depender de ti, y que eso no solo está bien… es necesario.
Así que sí… llegó el verano. Y entre risas de niños, meriendas infinitas, canciones pegajosas y días que no terminan, me trajo una de las lecciones más grandes del año:
Confiar es soltar. Y soltar, si me lo permito… también es crecer.
Ese dia que nos damos cuenta de que nadie nos pertenece desaparece la necesidad de controlar. Estamos de transito. Dejas de vivir desde la espectativa y empezamos a vivir desde la claridad. Aprendi de una reflexion q podemos amar sin aferrarnos, acompanar sin depender, construir sin miedo a perder. La verdadera paz empieza cuando "ya" no resistimos al flujo natural.....
Qué bueno Pablo, aceptar que cuando crees que todo todo funciona porque lo tienes en tus manos bajo control y en vez de eso, sueltas y es todo ganancia para ti que entiendes que tus enseñanzas dan fruto y ahora también ganas en libertad y espacio para ti y confianza en el otro.